martes, 16 de febrero de 2010

Cuatro poemas

I


La conocí al cruzar los ríos de la vejez y de la muerte
Teníamos la misma edad         Sabía de ella porque
existía en mis pesadillas y eran manchadas con sangre
Sabía de ella porque cogíamos en sueños tristes
Chupaba la saliva, el semen y la locura como el veneno
Después suspiraba de miedo al ser arrastrada por el sol
y Lautréamont devoraba nuestro amor como las lechuzas
Era fácil hacerla acabar          Era fácil morir a su lado
La conocí al cruzar los ríos de la vejez y de la muerte
Ahí donde el rostro de Voltaire viaja interminablemente
Ahí donde alguien nos hace recordar
cómo besar a dios con los labios heridos
Abrazarla como quien abraza la vida
y suspira en el abismo






II


Tus ojos, el sepulcro de mi cuerpo demacrado
De los hombres sucios y las pesquisas atadas
La tumba de los dementes y del bufón de la muerte
De los sueños vírgenes y maniatados
De niños ateridos de frío y violados en los basureros
Esos son tus ojos        Se voltean a la nada
Y pasas de casa en casa herida por la vida
Pisoteando los cementerios de la locura piadosa
El vertedero de crucifijos rotos para el lecho
(Recuerda, el cadáver humano es sólo una rosa
La fetidez de los suicidas y tristes asesinos).






IV


El alma grita como una herida
Sólo fumo, niña, el aire enfermo.






VIII


Porque me amaste supe que eras el fin del mundo
A través de ti vi cómo rodó la cabeza de Dios
                                     tú eres la guillotina
Los muelles crujieron como si los trituraran
             y las olas ya no pudieran arrastrarse
Eres la mirada oscura del ocaso
                                     No me la enseñes más
             No expulses el dolor de todas las noches
ni destruyas vidas en el infierno inmenso de promesas
o brotes caricias en mi pecho         Soñaré con besarte
fuera de éste mundo sin pensar que el mal te pertenece
Hermana de la destrucción y madre de la locura
Porque me amaste sé que la muerte es un tatuaje
a tu espalda, una cicatriz que incendia los vientos
Aliméntame con el suave espanto del peligro de la vida
                                                El sueño despierto
                                                                        la risa demente

domingo, 31 de enero de 2010

Estación de tren


Este año ha pasado pronto.
Desde esta mañana he sentido que la lluvia pesa cuando los días son tristes. He caminado por horas hasta llegar a la estación del tren sin un billete entre los bolsillos. Tenía hambre y ganas de morir, lo confieso. O peor aún, de enterrarme vivo. Es una suerte eso de desesperarse, se siente la vida aunque nada sople a favor. No nos bastarán las fuerzas, me decía Theodore y sus ojos desorientados se desvanecían en la habitación semioscura. Tímidamente hablábamos, contábamos nuestras historias, y las gargantas temblaban angustiosas y extenuadas. Vendrán por nosotros, le decía yo sin la esperanza de sobrevivir.
El sargento Padilla me lo advirtió. Lo prometo, dijo con un cigarrillo entre los labios, me encargaré de recibir tu rescate y entregarte muerto. Sus palabras eran firmes, como si la muerte me hubiera entregado el último episodio de mi vida por adelantado. Lo agradecí en cierta medida, porque un hombre que sabe cuál es el fin de su destino, intenta escapar intensamente de él. Más tarde el sargento Padilla enterró su cigarrillo en una de mis más profundas heridas de la pierna. Prendió otros e hizo lo mismo. Ya agonizante, me lanzaron a la celda, y las heridas cicatrizaron poco a poco.
En realidad perdí la cuenta de cuántos días permanecí encerrado, pero siempre llevé la cuenta de cuántos días me preguntaba si llegaría a existir el mañana. Era claro, quería vivir más que antes y únicamente podía hacerlo en los recuerdos. La memoria tiene esos fangos imprevisibles. Los oídos zumbaban, el aire quemaba, y nos sentíamos, junto a Theodore, profundamente desgraciados, mientras me contaba su historia entre ese aire oscuro y enemigo, entre ese castigo de la cruda existencia.
Hoy es otra cosa. Encorvado, continuo a pie, de forma solitaria y egoísta, beso el cansancio y me oprime la vergüenza en esta estación de tren. El suelo se enfría y sé que es necesario mirarnos la cara de vez en cuando. He encontrado nuevas cicatrices en mi rostro, me comprueban que he vivido en estos postreros días. Acá donde estoy, los trenes atraviesan el espacio como serpientes veloces. Serpientes de acero y poderosas. Apenas ha comenzado el invierno, y el frío, el hambre, la lluvia alrededor y la imagen repetitiva de Theodore comprimido al dormir, con los párpados apenas cerrados que le interrumpían violentamente el sueño, y se despertaba para buscar el nuevo sol y comentarlo con gran noticia: está más helado que ayer, está más sombrío, decía algunas veces; y otras, ésta vez lo percibo lejano, pero el aire huele a limpio y ajeno.
De esta manera dura, aunque fuéramos diferentes, cada día nos parecíamos más, la vida oprimida nos convertía en iguales. Incluso el sargento Padilla terminó por confundirse.
Ahora, no sé quién soy.


Pueden ver un video de SAPIENS, banda en que participo, 7-82 (en vivo) en el siguiente link
http://www.youtube.com/watch?v=h00YR6dzJKU

domingo, 24 de enero de 2010

Los poetas existimos...

Los poetas existimos y estamos solos
Oscurece ya tarde y el deshielo golpea la noche
El llanto de los niños apaga nuestra llama
y como hombres de fuego
desaparecemos como dios manda
Los poetas existimos y estamos solos
y sabemos que el espectáculo del mundo
se fija ante nuestros ojos
Observemos la tormenta, dijo Carver,
y esa tormenta era nada más que humana
y nuestra casa temblaba porque estaba sola
Los poetas existimos y estamos solos
y sentimos cómo el frío se filtra por las ventanas rotas
Una extraña lluvia comenzó a caer y recordé
a la calle donde recibí mi primer beso
y el primer enfrentamiento con la idea de muerte
Sé que las dos veces cerré los ojos
sintiendo esa tormenta de la que hablaba Carver
Y sí, los poetas existimos
estamos solos
y no lo sabemos


Hagan click en el siguiente link, ahí encontrarán música de Sapiens, banda en la que participo...

http://www.reverbnation.com/sapiens

Escuchen la canción Llegó la hora...

martes, 19 de enero de 2010

Los mares ignotos

Publicó su libro en el año 1998, acababa de cumplir treinta y tres años y su éxito fue rotundo. La crítica lo aceptó sin complicaciones. Los lectores se dedicaron horas y horas a leer y releer su libro. Lo misterioso vino unos meses después. Apareció un artículo en el periódico Noticias, un diario argentino donde un crítico, tras largas investigaciones, concluyó que en algunos países latinoamericanos se cometían crímenes después de leer a este autor.

El libro era un poemario sin pretensiones literarias, según el autor. El título no concordaba con el contenido. Los mares ignotos, un título que podía dar reflexiones a quevedismos, gongorismos o incluso velardismos; pero jamás a su estilo vanguardista. Un título incluso retórico y no prosaico, y que al lector no le afectaba en nada. Eran unos poemas que se distanciaban con espanto a las pocas páginas. Un libro al que Palahniuk tendría envidia, decía el artículo de Noticias. Un libro que antoja a Goethe o a Werther como ángel asesino en Latinoamérica.

Se temió hablar del libro en las universidades y los institutos educativos. Nadie decía el por qué. Resultó casi prohibido. Pero los jóvenes curiosos deambulaban por librerías de libros usados, visitaban provincias donde el terror aún no se avecinaba y encontraban el vedado.

La editorial fue sentenciada en juicio por lo que tuvo que detener la producción de ejemplares. Quisieron encausar también al autor, pero éste había desaparecido sin dejar rastro. Ya muchos juicios se hicieron a escritores, como a Burroughs, a Fonseca y otros más, y todos han sido inútiles. Pero un autor que huye sabiendo que su obra no es la culpable sino los lectores, ¿por qué iba a hacerlo? ¿Acaso él coloca la pistola sobre la sien de un joven, provoca que se atiborren de pastillas y alcohol los violadores, incita a mujeres a tirarse desde un noveno piso y caer sabiendo que el mundo aún puede ser hermoso?

Y las notas de algunos suicidas evidenciaban claramente la lectura de Los mares ignotos. Incluso algunos morían junto al libro, abierto en la página donde estaba el poema que más los lanzaba al abismo.

El autor es cubano, según se sabe. A los pocos años vivió en países como México, Estados Unidos y Uruguay. Su padre era español y su madre cubana. Ambos estuvieron en contra del movimiento castrista, y cuando Castro tomó el poder, se dieron a la fuga por todos los medios posibles.

Estudió Filosofía. Su primer encuentro con la literatura ocurrió de niño. Juan Carlos Onetti, cuando fue preso por la dictadura militar, vio a este niño y le sonrió, le dijo que un hombre que lee libros es un cáncer para la sociedad. El gesto triunfal de Onetti disparó la conciencia en Javier Sánchez Sánchez, como se llama el autor.

Éste dedicó a madrugar todos los días para ejercitarse en la escritura antes de ir a trabajar. Realmente él no sabía si escribía bien, solamente lo hacía sin prisa ni nada. Se había comprometido a los veintidós años, y su hija nació cuatro años más tarde. Lo más triste de su vida fue que su hijita murió, junto a su madre, en un accidente automovilístico. Los investigadores que han intervenido en el caso de Los mares ignotos, contemplan esta parte biográfica. Creen que esa pérdida tan importante ha sido la causa de la escritura de tal libro mortal. Psicólogos investigadores que han recogido notas y cuadernos escritos por Javier Sánchez Sánchez concluyen que la muerte experimentada no es causa para la génesis de la obra, que el autor ni siquiera sufre de alguna enfermedad patológica, más bien que fue producto del ingenio, la creatividad y el talento, o “ la maldición”, como quisieron llamarle después.

Fernanda María, la editora de nuestro autor, era una mujer guapa que vivía en Manhattan. Abogada frustrada que había tenido éxito precisamente en el campo literario. Había muerto lentamente sobre su cama, lugar donde también practicó amoríos con Javier Sánchez Sánchez. El cuerpo ya tenía tres semanas de descomposición, estaba desnudo y revuelto entre las sábanas cuando lo encontraron. La vecina había llamado a la puerta varias veces y con cada golpe que daba, sentía la náusea llegar. La policía aún tardó medio día más en entrar al apartamento. Ricardo, un policía principiante, encontró en el baño algunos apuntes que hizo ella antes de morir. Parecía que Fernanda María había contemplado el cielo de Manhattan y cómo se figuran los inmensos edificios, escribió datos sobre el libro y nuestro autor, lloró levemente al ver su reflejo con el espejo del baño, tomó una ducha tibia y tragó pastillas para dormir en grandes cantidades.

Entre las notas decía que ella sufría de culpa después de saber que tanta gente moría por un libro que ella había ayudado a editar. Que había ganado suficiente dinero con ese libro y lo donaba al Manhattan Institute. He llorado como una Magdalena, decía una de las notas, he llorado por cada alma deshecha a causa mía. Era evidente que Fernanda María tragaba culpa, y se notaba en sus ojos, expresó Ricardo a su compañero, ella había muerto mucho antes de haberse suicidado.

Que la gente no lea el libro es imposible, decía otra nota, que eviten la producción, tampoco; igual existe virtualmente, y por otros medios. La única forma es no revelar el terror que causa, que no sea la noticia del día, y que Javier Sánchez Sánchez escriba y publique otro libro más, que sea más interesante aún, mucho mejor. Así, la gente leerá el siguiente libro y Los mares ignotos reposará por un tiempo.

La tarea pendiente era encontrar a Javier Sánchez Sánchez. Nadie sabía dónde estaba, y lo más importante de todo era saber si continuaba ejercitando la escritura. Porque si los países continuaban el plan de Fernanda María, el terrible problema sería que Javier Sánchez Sánchez renunciara al oficio literario.

Hicieron lo propio en la mayoría de los países: no prestaron atención a las muertes. Según las estadísticas, funcionó en cierta medida esta decisión, aunque la investigación sobre el paradero de Javier Sánchez Sánchez aún era vaga.

Un locutor mejicano, en el programa que imparte a las seis de la mañana, y donde transmite cuestiones culturales y noticias internacionales, anunció su futura muerte a causa del libro. Él sabía que en el estado donde vivía era ilegal hablar sobre Los mares ignotos. Confesó abiertamente que el libro provocaba un placer insoportable, casi hedonista, y que conllevaba a un suicidio sintomático, así como enfermedades mentales. Se escuchó cómo tragó un poco de agua y unos pasos de gigante se acercaban prontos al fondo. El libro aniquila al lector, no al artista, dijo, y un ruido estruendoso de disparo despertó la mañana. Unos hombres gritaron de horror y en cuestión de segundos la emisora canceló el programa por música y comerciales continuos, sin parar.

En Veracruz, la misma ciudad donde el locutor muere, Javier Sánchez Sánchez limpia su máquina de afeitar, sonríe frente al espejo, escucha un disparo por la radio que le deja la piel de gallina, y mira por la ventana cómo el amanecer toca su punto fijo.